domingo, 31 de mayo de 2015

Trafalgar Square


o yo estoy viendo pantasmas o tenemos un barco inglés por estribor, susurra Marcial a José Débora,  en Trafalgar, de Benito Pérez Galdós. Y aunque la oración es parte de su delicioso relato sobre la Batalla de Algeciras (1801), su sentido nos sirve para hablar de la Batalla de Trafalgar (1805).

El 21 de octubre de 1805, una flota franco-española de 33 navíos comandada por Pierre Villeneuve se enfrentó en las aguas de Trafalgar (Cádiz) a veintisiete embarcaciones británicas capitaneadas por Horacio Nelson. Murieron 3,692 hombres (franceses, ingleses y españoles en números obviamente desiguales) y el resultado fue la derrota de los aliados, el triunfo contundente de la Gran Bretaña, la construcción de Trafalgar Square y una gran novela española, escrita en 1873 (cuando su autor tiene apenas 30 años de edad): Trafalgar, de Benito Pérez Galdós. 

El siglo XXI tiene en su haber tres novelas más, que intentaré adquirir en estos días: Sharper’s Trafalgar, del londinense Bernard Cornwell (2000), Trafalgar, del zaragocí José Luis Corral Lafuente (2002) y Cabo Trafalgar, del cartagenero Arturo Pérez Reverte (2005), esta última escrita por encargo de Alfaguara para conmemorar los doscientos años de la batalla.



Obligado por los Tratados de San Ildefonso, Carlos IV compromete a España a unirse a los franceses para combatir a la flota británica, a la que Napoleón buscaba distraer para invadir la perfide Albion. La estratagema consistía en atacar posesiones inglesas en el Caribe para hacer que Nelson se alejara del Canal de la Mancha y fuera a defender las pertenencias de la Corona. Pero las cosas no resultaron bien. No me detendré en los sucesos del Caribe y de Cabo Finisterre, sino que sólo diré que la flota franco-española se refugió en Cádiz. 


Pérez Galdós en 1890
Y es aquí donde la novela de Pérez Galdós nos ayuda a conocer el pésimo estado en que se encontraba la flota española: hombres viejos, hombres cansados, muchos de ellos obligados a subir a los barcos (la siempre indignante leva), otros muchos sin preparación, más de un niño (Gabriel de Araceli, por ejemplo, personaje ficticio, narrador de la novela, que en 1805 tiene 14 años de edad). Si bien los barcos españoles y franceses eran espléndidos, lo cierto es que la flota británica se encontraba en un estado de superioridad anímica y logística. Además -y creo que es importante decirlo-, los británicos contaron con la lucidez de Horacio Nelson, un estratega genial que ya entonces era un héroe nacional.

Transcribo la breve narración que de la batalla hace la Biblioteca de La Rioja:

La flota inglesa, mandada por Nelson, atacó en forma de dos columnas paralelas a la línea en perpendicular formada por Villeneuve, lo que le permitió cortar la línea de batalla enemiga y rodear a varios de los mayores buques enemigos con hasta cuatro o cinco de sus barcos. En un día de vientos flojos, la flota combinada navegaba a sotavento, lo que también daba la ventaja a los ingleses y, para colmo de desdichas, Villeneuve dio la orden de virar hacia el noreste para poner rumbo a Cádiz en cuanto tuvo constancia de la presencia de la flota inglesa. Probablemente pretendía con esta orden acercarse a las defensas costeras de la ciudad, pero el efecto fue la completa desorganización de la línea de batalla, que permitió a la escuadra de Nelson capturar a los barcos franceses y españoles, cortar la línea y batirles con artillería por proa y popa, los puntos más vulnerables de este tipo de embarcaciones. De esta forma, y aunque transcurrieron horas de duro combate, finalmente los ingleses se impusieron, y los supervivientes de entre la escuadra combinada que aún podían navegar huyeron rumbo a Cádiz para evitar su captura.

Pero también debemos reconocer la buena madera de que estaban hechos los franceses y los españoles:

A pesar de saberse vencidos de antemano, y conocedores de su inferior posición táctica, los capitanes y las tripulaciones españolas y francesas se batieron con autentica heroicidad durante horas contra un enemigo claramente superior, de tal forma que en algunas ocasiones ni siquiera quedó un oficial que rindiera el navío tras la batalla, puesto que muchos de ellos terminaron muriendo o siendo gravemente heridos en la cubierta superior, a tiro de la metralla de las carronadas y de los tiradores apostados en los palos de los buques enemigos. 

¿Qué pasó con los personajes principales?

La muerte de Nelson, por Arthur William Devis (1807)

Un tirador de la cofa del Redoutable, acabó con la vida de Nelson durante la batalla, al combatir el almirante con sus insignias y honores cosidas en su casaca y ser fácilmente distinguible del resto.

Villeneuve fue enviado preso a Inglaterra, Puesto en libertad bajo palabra, volvió a Francia en 1806. El 22 de abril se le encontró muerto en su habitación en Rennes. Se informó que Villeneuve se había suicidado y se le enterró sin ceremonia, aunque, probablemente se trató de una ejecución extrajudicial.

El teniente general Federico Carlos Gravina y Napoli comandaba la flota española, pero se vio obligado a ponerse a las órdenes de Villeneuve desde el inicio del inteligente plan napoleónico. Fue herido en un brazo durante la reyerta. Murió meses más tarde, en Cádiz. Los españoles piensan que si Villeneuve se hubiera puesto a las órdenes de Gravina en Finisterre, la flota franco-española hubiera derrotado desde ahí a los británicos… y la Batalla de Trafalgar no hubiera existido.

Trafalgar Square

Podemos entender la veneración que la Gran Bretaña tiene por el almirante Nelson, que no es sólo un héroe sino que, con su muerte, se convirtió en un mártir: su triunfo en Trafalgar canceló definitivamente las intenciones de Napoleón de invadir Inglaterra (y tal vez sea esto en lo que piensan los londinenses y el resto del pueblo británico al contemplar Trafalgar Square y la columna de Nelson, ésta de estilo corintio y sobre la que se posa la estatua del guerrero realizada por Edmund Hodges). Por otro lado, podemos pensar que los esfuerzos independentistas de las colonias españolas tuvieron en esta derrota franco-española un elemento a su favor: el poder español bélico de España había sido mortalmente herido.

Mucho dolor en su momento. Hay, sin duda, tristeza española al recordar lo sucedido, a sabiendas de que España no debió haber intervenido (pero los compromisos con Napoleón eran muchos). No sé qué pase hoy por la mente de los franceses (lo investigaré). Tampoco sé si el orgullo del pueblo británico por la victoria siga siendo tan amplio como Trafalgar Square. El hecho es que yo estoy contento, porque después de treintaitantos años he vuelto a leer la novela de Pérez Galdós, cada uno de cuyos personajes es una delicia, y el gozo se inflama con la destreza del novelista para entregarnos no un relato de guerra sino un retablo de lo humano donde conviven el humor, el amor, la pasión, la historia y el sinsentido de todas las guerras.


El sabrosísimo estilo de Benito Pérez Galdós diluye la solemnidad y la misma tragedia del hecho histórico, para volverlo un episodio de comedia. Sólo pensar en Marcial, el amigo de don Alonso Gutiérrez de Cisniega, nos hace botarnos de la risa. Su inquina contra los ingleses no tiene comparación: “Si están ellos en el Cielo, no quiero ir al Cielo, manque me condene por toda la eternidad”, afirma este septuagenario bravucón al que las continuas guerras lo han dejado tuerto, manco y cojo. Y su relato de la Batalla de Algeciras es inmejorable. Pérez Galdós parece decirnos que para los españoles siempre hay oportunidades de cometer deliciosas torpezas, como aquella en que, en la mencionada Batalla de Algeciras, el barco San Vicente se lía a cañonazos contra el también español San Hermenegildo: piensan las tripulaciones de ambos navíos que se enfrentan a los ingleses, aunque se les hace raro que hablen tan bien el español cuando maldicen.

En 1812, el entonces Príncipe Regente (luego Jorge IV) mandó crear un desarrollo urbanístico en lo que hasta entonces habían ocupado las caballerizas del palacio de Whitehall. El proyectó no se completó sino hasta 1845. Poco antes, en 1830, el arquitecto y terrateniente George Ledwell Taylor consiguió que el lugar recibiera el nombre de Trafalgar Square, para conmemorar la victoria de la armada británica. Los cuatro leones de bronce que se encuentran en la base de la estatua fueron colocados en 1867, modelados por el pintor y escultor Edwin Landseer, con metal proveniente de un cañón de la flota francesa.


Trafalgar es una palabra de origen árabe: Taraf al Gharb, Cabo de la Cueva.

Nelson es mortalmente herido en la cubierta del HMS Victoria


Domingo londinense descrito por Lord Byron


(…)
London! right well thou know'st the day of prayer:
Then thy spruce citizen, washed artizan,
And smug apprentice gulp their weekly air:
Thy coach of hackney, whiskey, one-horse chair,
And humblest gig, through sundry suburbs whirl;
To Hampstead, Brentford, Harrow, make repair;
Till the tired jade the wheel forgets to hurl,
Provoking envious gibe from each pedestrian churl.

Some o'er thy Thamis row the ribboned fair,
Others along the safer turnpike fly;
Some Richmond Hill ascend, some scud to Ware,
And many to the steep of Highgate hie.
Ask ye, Boeotian shades, the reason why?
'Tis to the worship of the solemn Horn,
Grasped in the holy hand of Mystery,
In whose dread name both men and maids are sworn,
And consecrate the oath with draught and dance till morn.

Traducción de M. de la Peña (1864):

¡Londres! Tú sí que celebras bien el día de la oración: vístese con esmero el individuo de la clase media; el artesano se lava cuidadosamente el rostro; el aprendiz se acicala a su vez cuanto le es posible, y todos salen a respirar el aire semanal. El coche simón, el whiskey, el birlocho y hasta la modestísima calesa, ruedan por los distintos arrabales, en dirección de Hanmpstead, Brentford y Harrow, hasta que, fatigados los jamelgos, tienen que detenerse, no sin excitar la envidiosa rechifla de todo el pedestre vulgo.

Quien lleva a pasear por el Támesis a la encintada hermosura; quien prefiere, como más seguro, el camino real; éste asciende a la colina de Richmond; aquél endereza el rumbo hacia Ware, y muchos hay, en fin, que van caminando por la pendiente de Highgate. Umbrías de Beocia, preguntad: ¿Y para qué? Para rendir culto a aquel solemne Cuerno, asido por la augusta mano del Misterio, y en cuyo terrible nombre se hacen mutuos juramentos mancebos y doncellas, consagrándolos con sendas libaciones y bailando hasta rayar el día.


Estrofas LXIX y LXX del Canto Primero 
de Childe Harold's Pilgrimage


NOTAS


El hackney coach era un carro de cuatro ruedas con seis asientos y tirado por dos caballos. M. de la Peña lo llama como en España: coche simón

El one-horse-chair (o one-horse-shay, coloquialmente) es el birlocho, como lo llama nuestro traductor: se parece al coche simón pero tiene menos asientos y es tirado por un solo caballo. 

Hay una versión más pequeña, el whiskey, llamado así porque bate o arrasa (whisky) y se adelanta a carros más pesados. Oliver Wendell Holmes inmortalizó el one-horse chair en su poema satírico The Deacon’s Masterpiece or The Wonderful One-Hosss Shay. Un diácono construye un carro indestructible, hasta que cien años después se hace pedazos (it “went to pieces all at once, and nothing first, just as bubbles do when they burst”). Precisamente, y a partir del poema de Holmes, los economistas usan la frase one-hoss shay para describir un producto que sirve hasta que se rompe (una silla, por ejemplo) y pierde su valor y su utilidad como tal. 






El Juramento de los Cuernos es un antigua farsa ritual celebrada en las posadas y figones (pubs) de Highgate entre el siglo XVII y el siglo XIX.  Los pasajeros de clase media que allí se detenían juraban cosas disparatadas sobre un par de cuernos, que al final de la ceremonia besaban (aunque a veces el beso iba a dar a la más hermosa de las muchachas presentes).

En el Cementerio de Highgate se encuentra la tumba de Karl Marx.

Byron y la afición de viajar

Though sluggards deem it but a foolish chase,
And marvel men should quit their easy chair,
The toilsome way, and long, long league to trace.
Oh, there is sweetness in the mountain air
And life, that bloated Ease can never hope to share.

Estrofa de Childe Harold's Pilgrimage
Canto Primero, Estrofa XXX.

Caspar David Friedrich (1818)

Traducción de don M. de la Peña (1864):

Pese a los holgazanes que la tildan de necia (la afición a viajar), maravillándose de que haya quien deje su cómodo sillón para arrostrar las fatigas de una marcha por espacio de leguas y leguas, no hay duda que es grato respirar el aire de las montañas, como que se adquiere así una nueva vida; y eso es lo que nunca podrá conocer la indolencia.

sábado, 30 de mayo de 2015

El Londres de William Blake

El antiguo Puente de Londres, pintado por J.M.W. Turner en 1794


I wandered through each chartered street

near where the chartered Thames does flow.
A mark in every face I meet
marks of weakness, marks of woe.

In every cry of every man,

in every infant’s cry of fear,

in every voice, in every ban,

the mind-forged manacles I hear:

How the chimney-sweeper’s cry

every blackening church appals,

and the hapless soldier’s sigh

runs in blood down palace-walls.

But most, through midnight streets I hear

how the youthful harlot’s curse

blasts the new-born infant’s tear,
and blights with plagues the Marriage hearse.


Londres
Traducción de Jordi Doce

Vago sin fin por las censadas calles

junto a la orilla del censado Támesis,

y en cada rostro que me mira advierto

señales de impotencia, de infortunio.

En cada grito humano,

en cada chillido infantil de miedo,

en cada voz, en cada prohibición,

escucho las cadenas forjadas por la mente:

y escucho cómo el grito del deshollinador

hace palidecer las oscuras iglesias,

y el dolor del soldado infortunado

ensangrienta los muros de palacio.

Pero, al fin, en las calles de medianoche escucho

cómo la maldición de la joven ramera

deseca el llanto del recién nacido,

y asola la carroza fúnebre de los novios.


William Blake nace en el Londres de 1757 (en el número 28 de Broad Street) y muere en la misma ciudad setenta años después. La pieza que transcribo pertenece a la segunda parte de su libro Songs of Innocence and Experiencie: Showing the two contrary states of the human soul, una serie de poemas ilustrados que inquietan al lector porque en sus versos conviven la amargura y la sordidez con una aparente intención de poesía infantil. Sin embargo, la paradoja se explica al recordar que el libro completo fue publicado en 1794, cuando la monarquía británica, espantada seguramente por lo que entonces sucedía en Francia (el reinado del terror), restringió de muchas maneras la libertad de expresión. 

Tardé en encontrar Broad Street en Google Maps. Afortunadamente, al revisar otras biografías de Blake, me encontré con que Broad Street se llama hoy Broadwick Street.