domingo, 7 de junio de 2015

Dido y Eneas, de Henry Purcell

Eneas conoce a Dido / Nathaniel Dance-Holland (1766)

Grief increaces by concealing.
La aflicción aumenta al ocultarla.
Belinda, en Dido y Eneas
de Henry Purcell y Nahum Tate.

Soy Dido, con apócrifo Ascanio entre los brazos, 
o tal vez la misma fenicia pero en los Campos Llorosos. 
Ginecomancia, de AAT

En Las Bodas de Baco y Ariadna, Tintoretto presenta a un Baco extraviado y solo. Situación extraña, porque el enólogo, a fe de Paul Veyne, siempre se encuentra acompañado por parientes ebrios y fanáticos en éxtasis. Aquí, en cambio, no fue invitado séquito alguno, sólo Afrodita, y la asistencia de la diosa va más allá de la necesidad plástica, rebasa la búsqueda del equilibrio formal y toca los desórdenes de la lujuria mitológica, porque Venus, alguna vez amante del mismo Baco, es madre de Eneas, y entonces resulta inevitable hablar de otra desventurada: Dido, que tanto se parece en sus penas a la inocente Ariadna.

Virgilio cuenta cómo la princesa fenicia, al saberse abandonada por el troyano, cubierta ya de una mortal palidez, se precipita al interior de su palacio, sube furiosa a lo alto de la pira y desenvaina la espada de Eneas (y, después de un discurso de lamento y rabia) sus doncellas la ven caer a impulso del hierro y ven la espada llena de espumosa sangre y sus manos todas ensangrentadas. Más tarde, ya en los Campos Llorosos de ultratumba, vuelve a saberse de Dido, la hermosa fundadora de Cartago, que s’ancise amorosa (ella se encuentra, según Dante, en el círculo de la lujuria, el de los incontinentes carnales, cuyo castigo es ser agitados por un huracán). Ahora, ya sólo es sombra, pedernal, roca marpesia; su rostro se parece al de la Ariadna que pinta Tintoretto, ese rostro en el que se vislumbra una especie de luto o duelo contenido, a pesar de los regalos que recibe del adolescente y disoluto Baco.

Recuerdo otros semblantes, y con ellos mido mis palabras. La María de Rafael Sanzio en Las Bodas de la Virgen (ella también recibe el anillo, pero un testigo más grave que Venus oficia la ceremonia), la esposa de Arnolfini, en el cuadro de Jan van Eyck (que se encuentra en la National Gallery y que, por tanto, tendremos la oportunidad de conocer en persona), y la Suzon que en el bar del Folies-Bergere retrató Manet.


Hay, en los tres casos, como en muchos otros, circunspección, reserva, mirada que quiere contar la larga historia de algún desconsuelo; pero no es exactamente la inclinación dolorosa que observo en la Ariadna del veneciano. Y es que ella, como Dido, también conoció la inconsistencia de los hombres, esa deslealtad que provoca elegías en las mujeres de todas partes (élegos, llanto).


Dama de la corte en China, pastora en Mithila, princesa en Knossos, congregante en Amula (Yo no tengo marido, Lucas –farfulla Nieves García-. ¿No te acuerdas que fui tu novia? Te esperé y te esperé y me quedé esperando. Luego supe que te habías casado. Ya a esas alturas nadie me quería), en todos los lugares, en todas las historias, es la mujer quien pronuncia el discurso de la ausencia; aunque, si pienso en el bolero y en el blues, ¿cómo resolver entonces la contradicción que presentan tales excepciones? Que Barthes me asista: …en todo hombre que dice la ausencia del otro, lo femenino se declara: este hombre que espera y que sufre, está milagrosamente feminidad.


La ópera de Purcell

Yo sugiero que antes de escuchar la ópera Dido y Eneas compuesta por Henry Purcell en 1682, se lea la Eneida de Virgilio (en particular, el Libro IV), pues es así como se disfruta más el dolor de Dido ante el abandono de Eneas, y porque, además, el libreto de Nahum Tate (1652-1715) apenas si esboza a los personas y sus motivaciones para el drama.

La obra fue ejecutada por vez primera en 1689, en la residencia escolar para señoritas de Josias Priest, en Londres, y no volvió a interpretarse hasta once años después, en el teatro de Lincoln’s Inn Fields.

A fe de los conocedores, el lamento que canta Dido al morir, When I am laid in earth, es uno de los momentos más hermosos y célebres de la historia de la ópera.

Henry Purcell (1659-1695) se encuentra enterrado en el pasillo del coro norte de la Abadía de Westminster.

Transcribo parte del texto que aparece en el programa de mano de la representación hecha en 2011 por el Coro Musicalia de Valladolid.

De nuevo, ante nosotros, la eterna lucha de las pasiones humanas, esta vez bajo la forma de una ópera verdaderamente acertada en cuanto a brevedad y precisión dramática de su libreto. No cabe duda de que estamos ante la ópera de habla inglesa más popular de la historia de la música, una obra que conserva un lugar de honor entre las producciones de todas las grandes compañías europeas.  Si a ello le unimos el hecho de ser la tragedia en música que mejores resultados formales ha dado en su género, al menos hasta la llegada del Peter Grimes de Britten, tres siglos más tarde, tendremos la receta para un éxito operístico asegurado. No podemos negar, en cambio, que los problemas editoriales que ha sufrido esta obra podrían haber sido más que suficientes para anularla del panorama músical: para empezar, no se conserva ningún manuscrito autógrafo de la partitura; el prólogo se ha perdido completamente; y, para colmo, nadie puede estar seguro en cuanto a las pautas a seguir a la hora de dividir los actos, o en cuanto a si las danzas consignadas son imprescindibles y necesarias para el transcurso de la obra.

En cuanto a la música de Purcell, vemos cómo se centra en lo fundamental, prescindiendo de circunstancias narrativas secundarias o de un trasfondo escénico que pudiera apartar la atención de lo primordial, pero consiguiendo, sin embargo, evitar la banalidad y la falta de originalidad. En la brevedad y aparente neutralidad de esta obra se encuentra después el poder emotivo de momentos culminantes que, despojados de objetivos transversales, logran condensar la atención y emociones del oyente: hablamos de escenas tan dramáticas como el lamento de Dido "When I am laid in earth", o su anterior discusión con Eneas.

Por su parte, el texto de Nahum Tate, es virtualmente perfecto y condensa sin estridencias ni rupturas afectos tan enfrentados entre sí que se diría estar asistiendo a la vida misma, de no ser porque la vida nunca se atrevería a tanto. El drama, en esta obra, proviene de un personaje que no tiene voz, que ni siquiera aparece, pero que lo controla todo desde su omnipotencia. Es el Destino, el gran ordenamiento previo del curso de la vida, de cuya aceptación provienen las alegrías y las grandes tristezas. Así sucede para Eneas, que se deja llevar por los deseos de los dioses, y para Dido, que, más bien al contrario, siente el futuro ya desde el principio como un negro nubarrón de presagio. Para él, el destino es una justificación de sus actos, una suerte de bendición que, pese a causar puntuales sufrimientos, conduce a la vida. Para ella, es una pesada losa que traerá la muerte, pese a haberse atrevido a desafiar lo escrito dejándose llevar por las pasiones prometidas por el troyano.

Te invito, lector paciente, a apachurrar la reproducción del óleo donde Pierre-Narcisse Guérin retrata, en 1815, a un Eneas que narra a Dido la destrucción de Troya (el cuadro original se encuentra en el Museo de Louvre; la obra de Dance-Holland, con la que abro esta entrega, se halla en la Tate Gallery, que por supuesto visitaremos durante nuestra estancia en Londres). Al apachurrar la imagen, escucharás la bellísima ópera de Henry Purcell compuesta en 1682. 


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